La literatura europea está en deuda con Quinto Horacio Flaco (65-8 a. C.), uno de los más influyentes poetas de la Antigüedad. De amplia formación filosófica y con especial inclinación hacia el epicureísmo, tras un lapso como tribuno militar, se estableció en Roma, donde inició una brillante carrera literaria bajo la tutela del emperador Augusto y su consejero Mecenas. Su reflexiva poesía alcanza una extraordinaria perfección formal y plenitud que constituyen la esencia de lo clásico. Pensadas para ser leídas más que recitadas, las Odas son una de las cimas de la lírica latina, en las que el autor aborda temas universales, como el amor, la fortuna, la amistad, el ocio o la vejez. En este centenar de poemas, Horacio busca recrear la huella de los grandes poetas griegos, aunque también son piezas genuinamente romanas y pioneras en otros muchos aspectos, como en el uso de célebres tópicos como el del carpe diem o de la aurea mediocritas. «Hasta hoy no he sentido con ningún poeta el arrobamiento artístico que desde el comienzo me proporcionó una oda horaciana. En comparación con Horacio, el resto entero de la poesía se transforma en algo demasiado popular, en mera charlatanería sentimental». Friedrich Nietzsche
(65 a.C.-8 a.C.), coetáneo y amigo de Virgilio, y como él protegido de Mecenas y miembro de su círculo, es otro de los grandes poetas romanos de la Antigüedad. En sus Odas recoge el legado de la lírica griega arcaica y de la filosofía epicúrea y estoica, y celebra la paz del gobierno de Augusto. Escribe también Epodos (poemas líricos de tono injurioso), Sátiras y Epístolas, en una de las cuales, la Epístola a los Pisones, adoctrina sobre la creación poética.