El quince de junio a borda del Magallanes cruzamos el puente de Portugalete abandonando la costa vasca. Apoyado en la barandilla sobre cubierta recordé los incidentes y fisonomías de la última semana, la cara del hombre encargado del consulado de Cuba en Bilbao al cual, después de un extenso discurso, había puesto quinientas pesetas en sus manos para conseguir el visa en tránsito para La Habana, la de mi madre cuando lloraba a la salida del tren en la estación de Bilbao a Portugalete y la de amigos queridas que dejaba atrás quizás para no volverlos a ver. (... ) Pero al fin y al cabo, pensé, ¿ qué puedo hacer yo en España? Por cualquier lado que se mirase sólo se veían hipocresía, vanidad y humillaciones. La justicia hueca y artificiosa aplicando penas de muerte o sentencias de treinta años de cárcel. Algunos sacerdotes, postrándose ante el nuevo ídolo con sus sotanas teñidas de sangre, asesinatos por omisión, los militares borrachos de soberbia con una victoria que no era la suya. La clase media partida en dos sectores, aquellos que habían prestado colaboración a la República hundidos en la miseria y el espanto, después de haber pagado su tributo al cementerio o a las cárceles y la otra mitad en el bando opuesto, no libres de haber pagado el mismo tributo, recreándose en las hazañas de sur muertos y cotizándolas para la caza de puestos lucrativos. Los obreros, perdidos sus derechos de asociación, de no ser en los sindicatos de Falange, sin prensa propia ni libertad, habían quedado convertidos en esclavos que trataban de defenderse ellos y sus hijos del hambre con míseros salarios. Los periódicos habían quedado reducidos de doscientos cincuenta a menos de cien en toda España y para aquellas fechar treinta y nueve editores republicanos habían sido fusilados. No quedaba ni verdadera religión ni ciencia. Más del cincuenta por ciento del profesorado, desde la enseñanza primaria hasta la universidad, estaban asesinados o huidos en el destierro. La pobreza y el fanatismo eran dueños absolutos de la piel de toro. El ideal y la decencia habían desaparecido de España.
Nació en Logroño en 1904 y murió exiliado en Nueva York en 2002. Fue ingeniero industrial de Logroño y jugador de fútbol en el Real Madrid, del que llegó a ser capitán en los años 20, participando en las olimpiadas de París en 1924. Lo hicieron prisionero en agosto de 1936 por su afiliación a Izquierda Republicana, pasó por tres cárceles en Logroño y estuvieron a punto de fusilarlo. Padeció una grave enfermedad en la espalda estando prisionero y, finalmente, pudo salir al exilio en 1940 con su mujer, Teresa Castroviejo y su hijo, nacido en 1935. En Nueva York comenzó una nueva vida y aprendió inglés. Instaló una pequeña tienda de electrodomésticos y acabó trabajando para el ayuntamiento neoyorquino, encargándose de mejorar el alumbrado del barrio de Queens. Su hijo, Pedro Escobal Castroviejo, matemático, participó en la misión del Apolo XI que puso al primer hombre en la Luna. Regresó a España en alguna ocasión para visitar a su madre, que siguió viviendo en Nalda hasta su fallecimiento en los años setenta. Escobal murió casi centenario en su casa de los Estados Unidos tras conocer y aceptar ilusionado la reedición de su único libro, Las sacas.