Un día, paseando por la redacción, Juan Cruz ve su rostro reflejado en el espejo. En el interior de sus ojos percibe la misma mirada, idéntica, a la de su padre. Ése es el punto de partida de una rememoración a tramos dolorosa, a tramos reconfortante, en busca del padre perdido. Un recuerdo que es también una reconsideración, porque los ojos paternos que el narrador ve hundidos en su propio rostro no emiten una mirada cualquiera, sino la última de su padre antes de morir. Una mirada poseída de cierta tristeza, pero en la que tal vez, por qué no, en algún momento también pudo haber dicha, felicidad, tanta como para proclamar a los cuatro vientos aquello que una vez dijo Capote en un instante de trance, de felicidad espectacular: «Me gusta tanto este mes que ojalá fuera octubre.» Pero el final está vinculado a una historia: la de un hombre melancólico que lucha por sacar adelante a una familia en un ambiente empobrecido. La historia de un padre y de un hijo que juegan con una cometa, que conversan, que comparten su soledad en las mesas de un bar. La historia de Pedro Cruz. Un hombre melancólico, retraído, solitario. Un hombre que no imparte lecciones morales, pero que las ofrece con sus actos. Un hombre en quien, pese a las diferencias que los separaban y que enturbiaron su relación, Juan Cruz Ruiz descubre un modelo de vida: el de alguien que buscó con ansia aquel instante de felicidad que pareció no encontrar nunca.