El Dios de Leopoldo Panero es el Dios de Unamuno, de Antonio Machado, de Juan Ramón Jiménez, no es el Dios del cardenal Segura como quizá han supuesto algunos, interesados en cerrar para siempre el capítulo de la poesía que escribieron tras la guerra no ya quienes la ganaron, sino quienes creyeron que, pese a todo, Dios est aba por encima del palio bajo el que lo visitaba de vez en cuando el Generalísimo. Por si no estuviese del todo explicitado aún: el Dios de Panero no era en absoluto el Dios de Franco. Y volver a Panero es volver a pensar en ese Dios que es ante todo el interlocutor absoluto del poeta para un mundo lleno de contingencias (tanto para negarlo con Nietzsche como para reclamarlo, si damos crédito a los últimos tanteos de Heidegger), y volver, desde luego a este libro, Escrito a cada instante, un conjunto de poemas de hondísima raigambre religiosa y líricos hasta la exaltación romántica, de una dicción castellana y límpida que contrasta con cierto verborreísmo gongoroso, heredado de la degeneración de la generación del 27 (o de la generación de la degeneración del 27), ni con la retórica neoc