Paul Cézanne y Émile Zola iniciaron en la infancia una amistad que enlazaría sus destinos de por vida: no sólo compartían origen geográfico, medio social y educativo, e intereses intelectuales, sino también una profunda complicidad. Pese a la distinta suerte artística de cada uno—Zola alcanzó pronto reconocimiento y éxito, mientras que Cézanne, aislado, apenas expuso su obra hasta el final de su vida, gracias a Ambroise Vollard—, mantuvieron un fructífero diálogo durante treinta años, incluso después de la publicación de La obra en 1886 en la que supuestamente Zola retrataba a su amigo pintor de un modo poco favorable. Estas cartas muestran bajo una nueva luz la riqueza de una amistad tan compleja como genuina, y la singular sensibilidad de dos artistas que tuvieron el privilegio de conocerse y lo celebraron sincerándose sobre sus preocupaciones más íntimas, artísticas y personales, a menudo indistinguibles para ambos.
Nacido en
París en 1840, pasó su infancia en Aix-en-Provence, donde trabó una gran
amistad con Paul Cézanne. A los veintidós años entró a trabajar en la editorial
Hachette, empleo que abandonó en 1866 para dedicarse en exclusiva al periodismo
y a la literatura. Ya en 1864 había publicado un libro de tinte romántico que
cosechó un gran éxito: Contes à Ninon.
En 1867 saca a la luz su primera novela «naturalista», Thérèse Raquin, considerada en su momento littérature putride. En 1868 comienza el ciclo de los Rougon-Macquart, cuyas veinte novelas
concluyó en apenas veinticinco años. Condenado a un año de cárcel por su intervención
en el caso Dreyfus, en 1898 se exilia en Inglaterra durante once meses. En
1902, muere en París, asfixiado por las emanaciones de una chimenea.