Este libro nace de una convicción forjada al compás de innumerables lecturas, hechas todas ellas con la libertad del paseante y la despreocupación del aficionado. En mí ha arraigado cada vez más la sensación de que los países, como los individuos, tienen un ADN y que si, también para ellos, se ha establecido una división entre lo innato y lo adquirido, su naturaleza profunda ha condicionado ampliamente su comportamiento en la escena internacional. No se trata, para mí, de creer en un determinismo genético para los Estados, pero en sus acciones, sus actitudes, sus respuestas, nada es explicable sin tener presentes también los resortes de su identidad, tal como ha influido en sus relaciones con el mundo. De ahí la búsqueda inconclusa, superficial, discutible, provocadora incluso del ADN de los actores que ocupan, desde hace medio milenio, la escena europea.